Decía Philippe Claudel, en un determinado momento de su primera novela "Almas grises" una frase tan simple como intensa: "Las buenas personas se van pronto. Todo el mundo las quiere, y la muerte también". "Almas grises" fue mi primera toma de contacto, hace ya unos cuantos años, con la escritura de este autor y cineasta francés al que me rendí incondicionalmente al comprobar que toda su producción posterior estaba a la altura de aquella primera obra que tanto disfruté.
A "Almas grises" le siguieron "La nieta del Sr. Linh", "El informe Brodeck", "Aromas" y ahora, "Bajo el árbol de los toraya", todas ellas publicadas por Ediciones Salamandra y entre las cuales resultaría muy difícil, sino imposible, elegir la mejor de todas, porque todas y cada una de ellas conforman el personal universo, intimista, cálido y poético que caracteriza el estilo de Claudel.
"Bajo el árbol de los toraya" enlazaría perfectamente con la cita de "Almas grises" que recordaba al principio, porque en esta novela más bien breve, Claudel nos habla esencialmente de la muerte, y por extensión, de la enfermedad, la vejez, el paso del tiempo y la necesidad de inmortalizar al menos, los recuerdos.
A raíz de un viaje por las islas Célebes, el narrador, probable alter ego de Claudel, conoce el pueblo de los toraya y sus curiosos ritos funerarios, su especial relación con los seres queridos que mueren y con los que conviven hasta enterrarlos. Un pueblo cuya concepción de la muerte dista mucho del que tenemos en el mundo occidental, y con costumbres tan peculiares como la de enterrar a los niños fallecidos en edad temprana, en el tronco de un árbol gigantesco que con el paso del tiempo, y a medida que va creciendo, se supone que llevará a las criaturas hacia el cielo. A la vuelta de este interesante y pintoresco viaje, el protagonista/narrador de la novela, se enfrentará a la noticia de que su mejor amigo Eugène tiene cáncer, lo cual será el detonante para escribir esta obra en la que reflexionará sobre la importancia de la amistad y la levedad de la existencia, el incierto devenir que pende sobre nuestras cabezas y que se manifiesta llegada la madurez, en forma de pérdidas irreparables.
El narrador, recién cumplidos los 50, repasa su vida, hace recuento de los amigos que han fallecido y se da cuenta de que hasta el momento todavía han sido pocos, casos aislados, por suicidio o accidente; pero ahora la vejez va avanzando, y con ella la enfermedad que aguarda silenciosa y ataca implacable cuando llega el momento. La muerte empieza a ser algo más que una sombra en el futuro, se convierte en una certeza cada vez más evidente y cercana. Ahora le ha tocado a su amigo Eugène luchar y perder frente al cáncer, por lo que el narrador a través de la escritura, intentará preservar la memoria, los recuerdos y experiencias vividas con su amigo, de manera que el texto se convierta en su particular árbol de los toraya.
Pero para los demás la vida sigue. Y al que se queda aun vivo, no le toca otra que seguir viviendo, seguir aferrándose a todo aquello por lo que vale la pena vivir, porque no hay más salida que la avanzar con el paso del tiempo: "El remordimiento, el tiempo, la muerte, el recuerdo no son más que las diferentes máscaras de una experiencia para la que el idioma no tiene nombre, aunque podría designarse de un modo simple con la expresión "uso de la vida". Pensándolo bien, toda nuestra existencia consiste en los experimentos que realizamos con ella. No cesamos de construirnos frente al paso del tiempo, inventando estratagemas, máquinas, sentimientos, señuelos para tratar de burlarlo, traicionarlo, intensificarlo, alargarlo o acelerarlo, suspenderlo o disolverlo como un azucarillo en el fondo de una taza"
El final de la vida cierra un círculo. "La muerte nos convierte a todos en niños" le dice Eugène a su amigo poco antes de morir. Y la novela termina con el anuncio de un futuro nacimiento. Todo acaba y todo empieza de nuevo, la vida se sucede a través de las distintas generaciones de individuos que poblamos la Tierra y quizá, salvaguardando la vida de nuestros descendientes y convirtiéndonos para ellos en sus "árboles de los toraya" lograremos encontrar un nuevo y más amplio sentido de la vida y comprender algo mejor nuestra propia existencia.
Claudel no escribe nada nuevo, nada sobre lo que no se haya escrito antes, el material de su novela son los grandes temas que desde siempre han preocupado en mayor o menor medida, en un momento u otro de la vida a todos los hombres: El sentido de la vida, el deterioro del cuerpo, los estragos de la enfermedad, el miedo a la vejez, el valor de la juventud, la amistad, el amor, la paternidad, el arte... pero lo que convierte en espléndida a esta novela es el estilo, la especial sensibilidad y sutileza con la que Claudel describe sus emociones, sus sentimientos, lo que observa, huele, ve, palpa, sus propias experiencias personales que se proyectan hacia el lector, haciéndole partícipe de lo que piensa y siente. El gran mérito de Claudel reside en que sabe verter en la escritura y convertir todo su mundo personal, fusionando sensaciones y reflexiones intelectuales, en un texto tan sencillo como poético, tan tierno como demoledor, tan visceral como sincero.
Una vez más, leer a Claudel ha sido un intenso y gratificante placer del que queda un volumen salpicado de post-it, fragmentos señalados, anotaciones, subrayados... la garantía de poder volver tantas veces como sea necesario a disfrutar de los mejores pasajes de este libro que no son pocos.
Fotografía del Boulevard literario