viernes, 31 de marzo de 2017

"Muñeca maldita", Eduardo Hojman

"Muñeca maldita" es la primera novela del periodista, traductor, editor y escritor argentino, afincado en Barcelona, Eduardo Hojman, publicada por Librooks y con la que ha ganado el Premio Primum Fictum 2016.
Aunque , seamos sinceros, los premios no suelen ser una garantía fiable para valorar una obra literaria, en este caso, hay que reconocer que esta novela se ha ganado merecidamente el galardón.


Bajo la aparente presentación como novela negra, "Muñeca maldita" es en realidad, una obra narrativa que trasciende los parámetros propios del género policíaco combinando muchos otros elementos que enriquecen y estructuran una novela más compleja que desarrolla vías argumentales que van más allá de la simple resolución de un crimen. De hecho, a lo largo de la lectura, hay momentos en los que casi olvidamos que hay un asesinato pendiente de resolver.


Cierto que de entrada, el título nos ha hecho pensar en el Marlowe de Raymond Chandler (aunque luego nos enteramos que "Muñeca maldita" viene del verso de un tango), y la ilustración de la portada nos sugiere que la protagonista será una sensual "femme fatal" que despertará todo tipo de pasiones hasta ser asesinada, pero, cuidado, que título y portada no nos lleven a engaño, porque la novela va por otros derroteros y, por fortuna para el lector exigente, es mucho más interesante que una historia típica y repetida del género.


Para empezar pues, que nadie espere una novela policiaca plagada de crímenes, sangre y violencia. Que nadie espere personajes arquetípicos ni situaciones repetidas hasta la saciedad en las novelas negras. Tenemos entre manos una novela que no se conforma con plantear "crimen y castigo".
"Muñeca maldita" arranca con un crimen, sí, el de la profesora universitaria Alicia Vespérale, y a partir de ahí, Hojman nos va presentando a todo el círculo de amigos, amantes, alumnos, colegas que tenía Alicia, a fin de encontrar entre ellos al presunto asesino, pero este abanico de personajes no sólo sirve para este propósito, sino para conocer y poner al descubierto historias, relaciones, sentimientos, rivalidades, deseos y odios a partir de los que se va tejiendo toda la trama.


El escenario, las calles de Buenos Aires, recreadas con unas descripciones muy vívidas, plásticas y sugerentes; calles abarrotadas de gente y de tráfico, azotadas por la lluvia y el viento, castigadas por las altas temperaturas; paisajes urbanos en los que se alterna la noche y el día, la luz, las sombras, el frío y el calor.
En este Buenos Aires, a veces acogedor, otras, inhóspito, se mueven los protagonistas, actores complejos, bien construidos, creíbles y alejados de tópicos, entre los que posiblemente haya un asesino...o no...


La historia engancha porque Hojman la enriquece con muchos recursos: referencias al contexto histórico y social de la Argentina actual y de los años 70, introduciendo anécdotas y episodios reales que demuestran un riguroso trabajo de documentación (como el de la fotografía del policía abrazando a una madre de Plaza de Mayo); mezcla de géneros dentro de la novela: hay relatos y poemas que van fundiéndose en el hilo narrativo y que aun escritos supuestamente por personajes ficticios, demuestran facetas del propio autor que además de novelista, es cuentista y es poeta.
Hojman demuestra también ser buen conocedor del mundo periodístico y editorial y lo vuelca en el papel dando credibilidad a las situaciones que transcurren en ambos ámbitos.
También maneja con habilidad el punto de vista del narrador, la misma voz, en lugares distintos, desde Buenos Aires y desde Marruecos; relatando pasado y presente, pero sin que el lector se confunda o desoriente. La narración sigue su hilo discursivo siempre hacia delante.
Se agradece el estilo cuidado, con nervio cuando la novela lo exige e incluso con un punto poético y onírico en según que pasajes (muy evocador resulta el sueño del colectivo fantasma) y se agradecen también, esos guiños literarios en las referencias a Borges o en la crítica hacia las nuevas formas de hacer literatura y hacia los nuevos escritores (personaje de Ballesteros).

No faltan pues elementos para que la novela funcione y enganche al lector, no solo de novela negra en particular, sino al lector que aprecie y disfrute la buena literatura, independientemente del género en el que se exprese, pues aquí queda demostrado que lo que algunos consideran un género menor, puede tener tanta calidad literaria como cualquier otro tipo de narrativa.

Sin duda, un buen estreno como novelista que esperamos tenga continuidad.



Fotografía del Boulevard literario





lunes, 27 de marzo de 2017

"Ciudad Esmeralda" de Jennifer Egan

"Ciudad Esmeralda" es un libro de relatos que reúne once cuentos de la escritora norteamericana Jennifer Egan, ganadora del prestigioso Pulitzer por su novela "El tiempo es un canalla" que al igual que "Ciudad Esmeralda", la editorial minúscula ha publicado en nuestro país.

Egan empezó escribiendo y publicando cuentos para distintas revistas y periódicos de su país, hasta lanzar este volumen que nos permite degustar y valorar su quehacer literario en este género , afortunadamente, cada día mejor considerado, que representa el cuento.

El título de esta obra, que pertenece a uno de los relatos que la componen, evoca de entrada a la mítica ciudad de Oz, en la que el brillo, la riqueza y la apariencia, esconden engañosamente la realidad, más prosaica que la magia que nos intenta hacer creer el famoso Mago de Lyman Frank Baum. Esto ya da la pista del sesgo y el cariz que van tomando los cuentos de Egan. El que da título a la obra, narra las vicisitudes de un joven fotógrafo y su novia modelo buscando fama y éxito en la ciudad de los rascacielos, pero New York, igual que la ciudad de Oz, promete más que cumple los sueños de sus habitantes.

Si hay un hilo o una emoción que transcurre a lo largo de todos los relatos y que establece un nexo indisoluble entre ellos es la decepción, el desconcierto, el vacío y la incomprensión que supone para todos los protagonistas de estas once narraciones, el mero hecho de vivir. Todos, en mayor o menor grado, experimentan desazón, angustia y descontento ante la vida que les ha tocado o que han elegido, vivir. No importa si son ricos o pobres, solteros o casados, hombres o mujeres, jóvenes o adultos, los personajes de Egan son seres profundamente insatisfechos que tratan de buscar un rumbo o sentido a su vida pero que se pierden una y otra vez. A veces son las circunstancias, o los demás, o ellos mismos, por su carácter, su inestabilidad emocional o sus obsesiones.

Sea como sea, no hay finales felices. Como mucho, hay finales abiertos, posibilidades, aunque suelen ser mínimas o remotas.

Son cuentos que huyen de la estructura clásica del cuento redondo, con un principio, un desarrollo y un final cerrado. Más bien son retazos, escenas, pinceladas de la vida de unos personajes, vistos a través del ojo desapasionado de la escritora que los crea. Egan nos plantea una situación y se desmarca, parece reprimir su propia emocionalidad para dejar que sea el comportamiento y los sentimientos de sus personajes los que perciba y sienta el lector que deberá extraer sus propias conclusiones e imaginar los posibles desenlaces de las historias que narran cada uno de los cuentos.

De entre todos los relatos, destacaría el que lleva por título, "Una pieza", una muy bien expuesta y resuelta historia de dos hermanos cuya existencia se verá condicionada por una desgracia familiar con imprevisibles consecuencias para ambos.

Ojalá Egan siga publicando relatos porque tras la lectura de "Ciudad Esmeralda", uno se queda con ganas de más.




lunes, 13 de marzo de 2017

El viejo Rivers, Thomas Wolfe

Desde que vi la película "El editor de libros" (cinematográficamente buena, literariamente, cuestionable), con Colin Firth haciendo el papel del editor Maxwell Perkins y a Jude Law interpretando a  Thomas Wolfe, me entraron muchas ganas de leer alguna obra de este autor, hasta ahora, desconocido para mi. Pero investigando sobre la complejidad intelectual del personaje y comprobando en librerías, la extensión y densidad de sus novelas, me desmoralizó un poco leerlo.

Afortunadamente descubrí en el catálogo de Periférica una serie de textos de Wolfe, más breves y asequibles (tanto por tiempo para leer, por economía y creo, incluso, por formación literaria) que nos introducen y nos permiten hacernos una idea bastante aproximada del estilo de este autor norteamericano desbordante y excesivo por lo que parece fue, tanto como persona como escritor, a pesar de que esta breve novela en concreto, como nos apuntan en una nota final los editores de Periférica, tiene un tono muy distinto al resto de la obra de Wolfe.

"El viejo Rivers" (cuyo título juega con el de la famosa canción "Old man river"), es un texto cargado de ironía y crítica hacia un personaje en concreto, Robert Bridges,  uno de los editores del "Scribner's Magazine" que en su día publicó a algunos de los más famosos autores de la llamada Generación Perdida: Hemingway, Scott FitzGerald, Zelda FitzGerald o el mismo Wolfe que se sirve de Bridges para inspirarse en la creación de este entre conmovedor y patético señor Rivers, que también es el vehículo que utiliza Wolfe para criticar el mundo editorial de su época , con el trasfondo de la Depresión del 29 y las graves consecuencias económicas que comportó para la sociedad norteamericana.


La novela es breve, escrita con una prosa trabajada pero ágil, tremendamente pulida y educada, pero cargada de una buena dosis de ironía dirigida a leer la cartilla a los sectores más conservadores y reaccionarios que mandaban y conspiraban en el mundo literario neoyorquino de la época.


"El viejo Rivers", con su aspecto y maneras ya caducas, "sin más talento literario del que cabría holgadamente en el fondo de un dedal, sin más habilidad crítica que la de una maestra rural y sin opiniones más llamativas que las de cualquier dependiente de una tienda (...) había alcanzado una posición a nivel nacional en la que su talento literario se daba por sentado, su habilidad crítica era estimada como una facultad de penetración excepcional y sus opiniones eran ampliamente consideradas y divulgadas con piadosa fidelidad en las páginas del New York Times." 
Alcanzado el reconocimiento social, a Rivers solo le queda ir capeando como puede a los nuevos autores que rompen con la literatura tradicional y que para él suponen un problema a la hora de encajarlos dentro de sus criterios literarios, irse apartando discretamente de los círculos intelectuales y por encima de todo, dejar constancia de su nombre en las páginas del "Who is Who".

Rivers representa los valores de una América ya caduca que deben dejar paso a la modernidad. Wolfe lo tiene claro y arremete sin concesiones contra todo lo que encarna el ya caduco editor pero también resulta imposible que este personaje  ya en el ocaso de su vida profesional y personal no nos inspire una cierta ternura cuando lo imaginamos andando por las calles de Nueva York hacía ese Club Universitario que es su hogar y en el que el solicito Tom le preparará siempre su Old Fashioned, hasta el final de sus días.





jueves, 2 de marzo de 2017

Cordero asado, Roald Dahl

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero
, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.

Muy bien, cenarían pierna de cordero.
Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero
congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.

—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero
que está en el horno? Ya estará completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

Cuento "Cordero asado" de Roald Dahl, contenido en "Relatos de lo inesperado"



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