domingo, 28 de mayo de 2017

Domingo, Irène Némirovsky

Un reconocido y normalmente muy atinado crítico literario comentó una vez en una conferencia sobre la obra de Irène Némirovsky que la calidad de sus novelas, y especialmente de la famosa "Suite francesa", estaba muy por encima de sus cuentos.  De hecho, en la conferencia en cuestión, se extendió en su vida y producción novelística, sin apenas mencionar sus relatos, sobre los que comentó que ni se habían traducido al español, dando a entender que esto demostraba que no valía mucho la pena publicarlos.

Casualmente, apenas unos meses después de esta conferencia, Ediciones Salamandra editaba "Domingo", una selección de la narrativa breve de Némirovsky, compuesta por 15 relatos escritos entre 1934 y 1940, que no dudé leer, como gran aficionada al cuento y a Némirovsky, aunque debo reconocer que me enfrenté a la lectura con una cierta prevención y desconfianza al recordar aquella conferencia cuyo ponente no demostró el menor entusiasmo por la calidad de los relatos de la citada escritora.
Una vez leídos, debo decir que, aun desde el respeto que sigo sintiendo por el crítico en cuestión, no comparto para nada su opinión acerca del valor y la calidad literaria de la cuentística de Némirovsky.

Para quien no haya leído nunca nada de esta escritora ucraniana que escribía en francés, este libro de relatos puede ser una buena entrada a su universo creativo, y para quien ya conozca alguna de sus novelas, es una ocasión para descubrir su buen hacer en otro género narrativo.

Los temas, ambientes y personajes de estos relatos son muy parecidos y tienen mucho en común con los que aparecen en sus mejores novelas. Quizá habría que señalar que la brevedad propia del relato obliga a un menor desarrollo de los argumentos y especialmente, un menor análisis introspectivo de la psicología de los personajes, ese intenso despliegue de aspectos físicos y emocionales que Némirovsky suele hacer de sus protagonistas en sus mejores novelas, pero aun así, en esencia, el minucioso y sutil estilo de la escritora es reconocible en todos y cada uno de los relatos.

En los dos primeros, "Domingo" y "Las orillas dichosas" aparece uno de sus tema más recurrentes: la oposición y contraste entre la juventud, frívola, egoísta y despreocupada, y la madurez reflexiva, desengañada y nostálgica, a la par que envidiosa del esplendor de la juventud, dicotomía encarnada normalmente en la relación entre madres e hijas, un tema que tiene mucho de autobiográfico por cuanto atañe a la propia relación que Némirovsky mantuvo con su madre, y que la escritora refleja con distintas variantes en muchas de sus obras, planteando el difícil y frágil vínculo que a menudo se establece entre mujeres de caracteres, físicos, edades y extractos sociales distintos.

El ojo atento y observador de Némirovsky, mira atentamente y no pierde detalle a la hora de analizar y retratar las relaciones personales, los comportamientos y reacciones que se desarrollan entre los más diversos personajes como en "Fraternidad" en el que se plantea abiertamente el tema de la persecución de los judíos y en el que se pone en evidencia las diferencias entre judíos ricos y pobres, la confrontación generacional y la negación de los orígenes por parte de los más afortunados de los que Némirovsky también critica su egoísmo en la "Suite francesa". Y es que quien haya leído la que posiblemente sea su novela más conocida, seguro que evocará muchos pasajes a través de estos cuentos: la imagen saqueada y destrozada de "Aíno", relato que en algún aspecto, quizá por su atmósfera o por la tensión narrativa, recuerda un poco a un cuento gótico; la misma destrucción y el caos del terrible "Los vapores del vino" y los elementos autobiográficos que se entremezclan con las historias, como los nevados y gélidos escenarios de Finlandia o de Ucrania, que aparece por ejemplo en "El conjuro"  y que es recreada con ese estilo evocador y sugerente con el que Némirovsky habla de la naturaleza y el paisaje.

A destacar, "Lazos de sangre" que cuestiona el aparente amor fraternal en una familia, poniendo al descubierto celos y egoísmos de unos personajes débiles y mezquinos que son retratados con cierta ironía y evidente desdén. Asimismo, en "Un hombre honrado", relato que empieza con una descripción del ambiente de una espléndida plasticidad, se analizan los sentimientos paterno-filiales a raíz de un motivo trágicamente inesperado que condicionará  la relación de un padre con su hijo.

Por último mencionar, por su originalidad, "El incendio" y "El desconocido", dos piezas muy curiosas que introducen un giro inesperado en las tramas, unos elementos casi inverosímiles que gracias al talento de Némirovsky quedan perfectamente integrados en el discurso narrativo.

Sin duda, tras la lectura de esta antología recogida en "Domingo", vale la pena reivindicar los cuentos de la autora de la "Suite francesa", porque demuestran que todo su universo personal y creativo puede estar contenido en estas historias breves pero no menos intensas que cualquiera de sus novelas. Ojalá se publiquen más... 






sábado, 27 de mayo de 2017

Un soplo de vida, Clarice Lispector

"Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. Es en este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso, de él extraigo sangre. Soy un escritor que tiene miedo de la celada de las palabras: Las palabras que digo esconden otras ¿Cuáles? Tal vez las diga. Escribir es una piedra lanzada a lo hondo del pozo.
Meditación leve y suave sobre la nada. Escribo casi totalmente liberado de mi cuerpo. Como si éste levitase. Mi espíritu está vacío por tanta felicidad. Tengo ahora una libertad íntima sólo comparable a un cabalgar sin destino a campo traviesa. Estoy libre de destino. ¿Será mi destino alcanzar la libertad? No hay una arruga en mí espíritu, que se explaya en espuma fugaz. Ya no me siento acosada. Estado de gracia.
Estoy oyendo música. Debussy usa la espuma del mar que muere en la arena, refluyendo y fluyendo. Bach es matemático. Mozart es lo divino impersonal. Chopin cuenta su vida más íntima. Schubert, a través de su yo, llega al clásico yo de todo el mundo. Beethoven es la emulsión humana en tempestad que busca lo divino y sólo lo alcanza en la muerte. Yo, que no pido música, sólo llego al umbral de la palabra nueva. Sin valor para exponerla. Mi vocabulario es triste y a veces Wagneriano.- polifónico-paranoico. Escribo de manen muy sencilla y desnuda. Por eso hiere. Soy un paisaje agrisado y azul. Me elevo en la fuente seca y en la luz fría.
Quiero un escribir desaliñado y estructural como el resultado de escuadras, de compases, de agudos ángulos de un estrecho triángulo enigmático.
¿«Escribir» existe por sí mismo? No. Es sólo el reflejo de una cosa que pregunta. Yo trabajo con lo inesperado. Escribo como escribo, sin saber cómo ni por qué: escribo por fatalidad de voz. Mi timbre soy yo. Escribir es un interrogante. Es así: ?
¿Me estaré traicionando? ¿Estaré desviando el curso de un río? Tengo que confiar en ese río abundante. ¿O habré puesto un azud en el curso de un río? Intento abrir las compuertas, quiero ver brotar el agua con ímpetu. Quiero que haya un clímax en cada frase de este libro.
Paciencia, que los frutos serán sorprendentes.
Este es un libro silencioso. Y habla, habla en voz baja.
Este es un libro flamante: recién salido de la nada. Se toca al piano, delicada y firmemente al piano, y todas las notas son límpidas y perfectas, unas separadas de las otras. Este libro es una paloma mensajera. Escribo para nada y para nadie. Si alguien me lee será por su propia cuenta y riesgo. No hago literatura: sólo vivo al paso del tiempo. El resultado fatal de que yo viva es el acto de escribir. Hace tantos años que me perdí de vista que vacilo en intentar encontrarme. Me da miedo comenzar. Existir me da a veces taquicardia. Me da tanto miedo ser yo. Soy tan peligrosa. Me pusieron un nombre y me apartaron de mí.
Siento que no estoy escribiendo todavía. Presiento y quiero un hablar más fantasioso, más exacto, con mayor arrobamiento, que haga volutas en el aire.
Cada nuevo libro es un viaje. Pero un viaje con los ojos vendados por mares jamás vistos: con la venda en los ojos, el terror de la oscuridad es total. Cuando siento una inspiración, muero de miedo porque sé que de nuevo viajaré sola por un mundo que me rechaza. Pero mis personajes no tienen la culpa de que así sea y entonces los trato lo mejor posible. Ellos vienen de ningún lugar. Son la inspiración. Inspiración no es locura. Es Dios. Mi problema es el miedo a volverme loca. Tengo que controlar Existen leyes que rigen la comunicación. Una condición es la impersonalidad. Separarse e ignorar son el pecado en un sentido general. Y la locura es la tentación de poderlo todo. Mis limitaciones son la materia prima que ha de trabajarse mientras no se alcance el objetivo.
Yo vivo en carne viva, por eso me interesa tanto darle cuerpo a mis personajes. Pero no aguanto y los hago llorar sin venir a qué.
¿Raíces que no están plantadas y se mueven por sí solas o la raíz de un diente? Pues también yo suelto mis amarras: mato lo que me molesta y, como lo bueno y lo malo me molesta voy definitivamente al encuentro de un mundo que está dentro de mí, yo que escribo para librarme de la difícil carga de ser una persona.
En cada palabra late un corazón. Escribir es esa búsqueda de la veracidad íntima de la vida. Vida que me molesta y deja a mi propio corazón trémulo el dolor incalculable que parece necesario para mi maduración: ¿maduración? ¡Hasta ahora he vivido sin madurar!
Sí. Pero parece que ha llegado el momento de aceptar de lleno la vida misteriosa de los que un día morirán. Tengo que comenzar por aceptarme y no sentir el horror punitivo del cada vez que caigo, pues cuando caigo la raza humana cae también conmigo. ¿Aceptarme plenamente? Es una violencia contra mi vida. Cada cambio, cada proyecto nuevo causa asombro: mi corazón está asombrado. Por eso toda palabra mía tiene un corazón donde circula sangre.
Todo lo que aquí escribo está forjado en mi silencio y en la penumbra. Veo poco, casi nada oigo. Me sumerjo por fin en mi hasta la matriz del espíritu que me habita. Mi fuente es oscura. Estoy escribiendo porque no sé qué hacer de mí. Es decir: no sé qué hacer con mi espíritu. El cuerpo informa mucho. Pero yo desconozco las leyes del espíritu. El divaga.”

Un soplo de vida, Clarice Lispector, Siruela

Pintura de Karen Hollingsworth





jueves, 4 de mayo de 2017

El viaje de Octavio, Miguel Bonnefoy

"El viaje de Octavio" es la primera novela que ha publicado Miguel Bonnefoy, un joven escritor francés de padre chileno y madre venezolana. Lo primero que resulta realmente sorprendente es que esta historia esté escrita en francés y que lo que estemos leyendo sea una traducción porque el estilo del texto encaja o sugiere compartir ciertas características del realismo mágico de un García Márquez o una Isabel Allende, ese imaginario riquísimo en metáforas, en color y sabor genuinamente latino que parece estar pensado y escrito en español y no en francés.
Cierto que Bonnefoy es francés de nacimiento pero por sus venas es evidente que late el folklore y la cultura latinoamericana que aquí brota en una prosa burbujeante y plástica, llena de imágenes y matices tradicionales por una parte e imaginarios por otra.

Esta novela que Armaenia Editorial acaba de publicar, narra en poco más de un centenar de páginas un viaje que se desdobla en dos aspectos: físico y emocional, pues el protagonista, el tosco, taciturno, analfabeto pero bondadoso Octavio lleva a cabo un viaje real en el tiempo y el espacio y a su vez, un viaje personal en el que evoluciona y despliega toda su dimensión humana y emocional.

Estamos frente a un libro que muestra y reivindica el imaginario colectivo venezolano, las tradiciones, el arte, la cultura y el paisaje. Bonnefoy bordea el tema político haciendo alusión a través de algún personaje pero no va más allá. No es este el objetivo de la historia. El objetivo es contar una especie de fábula que tiene elementos picarescos y que permite a su autor estructurar a la vez una oda a la escritura, una reivindicación del poder de la literatura. Octavio es analfabeto hasta que una misteriosa mujer llamada alegóricamente Venezuela le enseña a leer y a escribir, y a la vez también le enseña a amar, una combinación milagrosa que desencadena en Octavio una nueva manera de entender y vivir su vida.

Entretejidas en la historia vamos encontrando reflexiones acerca de literatura tan bellas y contundentes como ésta:
"La literatura debía asir la pluma como una espada, mezclarse con la inmensa y tumultuosa comunidad humana, amasarse en la misma arcilla, en el mismo fango, en la misma absurdidad de quienes la servían. Debía tener la cabellera suelta, heroísmo y desgarraduras, un machete en la cintura o una escopeta al hombro. La literatura debía también representar a los que no la leen, para así existir como el aire y como el agua y siempre de otra manera."
O ese maravilloso hallazgo del protagonista en una cueva: una roca inmensa plagada de dibujos, de jeroglíficos en los que Octavio interpreta el nacimiento de la literatura: "Durante mil años, ese gran libro había estado cerrado. Igual que la piedra, había resistido el tiempo. La literatura es, pues, una piedra".

No desvelaremos el final de las peripecias de Octavio porque es mágico e intenso y porque se llega a él sin casi darnos cuenta. La brevedad de esta novela proporciona una lectura sabrosa e intensa que se engulle con avidez de una bocanada, dejando al lector buen sabor y ganas de más. Esperemos que Bonnefoy siga escribiendo y Armaenia Editorial lo siga publicando.