viernes, 30 de mayo de 2014

Recordando a Juan Carlos Onetti en el aniversario de su muerte

El escritor uruguayo Juan Carlos Onetti murió el 30 de mayo de 1994 en Madrid, ciudad en la que pasó los últimos años de su vida. 
Hoy le recordamos con este cuento en el que la contenida vejez, la aparente inocencia infantil, los recuerdos, la miseria y el dulce de membrillo nos llevan a un terrible y fatal desenlace



El cerdito

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.

Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.

Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panqueques que envolvían dulce de membrillo.

Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones.

Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.

Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.

Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se  repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:

-Dale otro golpe. Por si las dudas.

Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.



martes, 27 de mayo de 2014

La casa de muñecas, Katherine Mansfield

La Casa de Muñecas

Por Katherine Mansfield
Traducción: Amalia Castro y Alberto Manguel

Cuando la querida anciana señora de Hay volvió a la ciudad después de pasar un tiempo en casa de los Burnell, les envió a los niños una casa de muñecas. Era tan grande que el cochero y Pat la llevaron al patio, y allí quedó, apuntalada por dos cajas de madera al lado de la puerta del comedor diario. No podía pasarle nada; era verano. Y quizás el olor de pintura se habría ido cuando llegara el momento de tener que entrarla. Porque, realmente, el olor de pintura que venía de esa casa de muñecas ("¡tan simpático de parte de la anciana señora de Hay, por supuesto; tan simpático y generoso!") ... pero el olor de pintura bastaba como para enfermar seriamente a cualquiera, según opinaba la tía Berly. Aun antes de sacarla de su envoltorio. Y cuando la sacaron...
Allí quedó la casa de muñecas, de un color verde espinaca, oscuro y aceitoso, entremezclado de amarillo brillante. Sus dos sólidas y pequeñas chimeneas, pegadas al techo, estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, resplandeciente de barniz amarillo, parecía un trocito de caramelo. Cuatro ventanas, ventanas de verdad, estaban divididas en paneles por una ancha franja de verde. Había realmente un pequeño pórtico, también, pintado de amarillo, con grandes grumos de pintura seca colgando a lo largo del borde.
¡Pero qué casita perfecta, perfecta! A quién podía importarle el olor. Era parte de la alegría, parte de la novedad.
-¡Pronto, que alguien la abra!
El gancho del costado estaba atascado fuertemente. Pat lo levantó con su cortaplumas, y todo el frente de la casa se abrió con un vaivén, y... uno podía ver al mismo tiempo la sala de estar y el comedor, la cocina y los dos dormitorios. ¡Esa sí que era una forma de abrirse una casa! ¿Por qué no se abrirían todas las casas así? ¡Cuánto más emocionante que espiar a través de la hendija de una puerta la mezquina salita con su perchero y sus dos paraguas! Es eso... ¿no es cierto?... lo que uno desea conocer de una casa en cuanto pone las manos sobre el llamador. Quizás ésa es la forma en que Dios abre las casas en lo profundo de la noche cuando hace su ronda silenciosa con un ángel...
-¡Oh, oh! -las niñas de los Burnell lo dijeron como si estuviesen desesperadas. Era demasiado maravilloso; era demasiado para ellas. Nunca en su vida habían visto nada semejante. Todos los cuartos estaban empapelados. Había cuadros en las paredes, pintados sobre el papel, completos con marcos dorados. Una alfombra roja cubría todos los pisos excepto el de la cocina; sillas de felpa roja en la sala de estar, verde en el comedor; mesas, camas con sábanas verdaderas, una cuna, una estufa, un aparador con diminutos platos y una jarra grande. Pero lo que a Kezia más le gustaba, lo que le gustaba terriblemente, era la lámpara. Estaba colocada en el centro de la mesa del comedor, una exquisita lámpara ambarina con un globo blanco. Incluso estaba llena para ser encendida pero, por supuesto, no se podía encender. Pero había algo como aceite dentro, que se movía al sacudirla.
Los muñecos padre y madre, tendidos muy tiesos como si se hubiesen desmayado en la sala, y sus dos hijitos dormidos arriba eran en realidad demasiado grandes para la casa de muñecas. No parecían pertenecer a ella. Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia, decir: "Aquí vivo". La lámpara era real.
Las niñas de los Burnell se apuraron como nunca para llegar a la escuela al otro día. Ardían por contarles a todos, por describir, por... bueno... jactarse de su casa de muñecas antes de que tocase la campana de la escuela.
-Voy a hablar yo -dijo Isabel- porque soy la mayor. Y ustedes dos pueden hablar después. Pero primero voy a hablar yo.
No había nada que contestar. Isabel era autoritaria, pero siempre tenía razón, y Lottie y Kezia sabían demasiado bien cuáles eran los poderes que confería el ser la mayor. Rozaron al caminar las matas de botones de oro al borde del camino y no dijeron nada.
-Y yo voy a elegir quién va a venir a verla primero. Mamá me dijo que podía.
Porque se había dispuesto que, mientras la casa de muñecas estuviese en el patio, podían invitar a las chicas de la escuela, dos por vez, a venir verla. No para quedarse a tomar el té, por supuesto, o para vagar por la casa. Pero sí para estar calladas en el patio mientras Isabel señalaba las bellezas que contenía, y Lottie y Kezia miraban complacidas...
Pero por más que se apuraron, al llegar a las negras empalizadas del campo de juego de los varones, la campana había empezado a sonar. Apenas tuvieron tiempo de quitarse de un manotazo los sombreros y ponerse en fila antes de que pasasen lista. No importaba. Isabel trató de compensarlo dándose aire de importancia y de misterio, y murmurando detrás de la mano a las niñas que estaban cerca: "Tengo algo que decirles en el recreo".
Llegó el recreo e Isabel fue rodeada. Las chicas de su clase casi se pelearon por poner sus brazos en torno de ella, por caminar con ella, por sonreír halagadoramente, por ser su amiga preferida. Desplegó toda una corte bajo los inmensos pinos a un lado del campo de deportes. Codeándose, riendo sin motivo, las niñas se apretaban a su alrededor. Y las dos únicas que estaban fuera del círculo eran las dos que siempre estaban fuera, las pequeñas Kelvey. Sabían perfectamente que no debían acercarse a las Burnell.
Porque el hecho era que la escuela a la que iban las niñas de Burnell no era en absoluto el lugar que sus padres habrían elegido si hubiesen podido elegir. Pero no había elección. Era la única escuela en varias millas. Y en consecuencia todos los niños del vecindario, las hijas del juez, las hijas del médico, las chicas del almacenero, las del lechero, estaban obligadas a estar juntas. Ni hablar de otros tantos niñitos maleducados y groseros que también asistían. Pero en algún punto había que establecer la separación. Ese punto era las Kelvey. Muchos de los chicos, incluidas las Burnell, ni siquiera tenían permiso para hablarles. Pasaban frente a las Kelvey con la cabeza levantada y, como establecían las normas de conducta en la escuela, las Kelvey eran evitadas por todos. Hasta la maestra tenía para con ellas una voz especial, y una sonrisa especial para con los otros niños cuando Lil Kelvey se acercaba a su escritorio con un ramo de flores de aspecto terriblemente vulgar.
Eran las hijas de una pequeña lavandera muy trabajadora, que iba de casa en casa y a la que se le pagaba por día. Eso era ya de por sí desagradable. Pero, además, ¿dónde estaba el señor Kelvey? Nadie lo sabía con seguridad. Todos decían que estaba en la cárcel. De modo que eran las hijas de una lavandera y de un malviviente. ¡Linda compañía para los hijos de la otra gente! Y lo parecían. Por qué las hacía tan notorias la señora de Kelvey era difícil de entender. La verdad era que estaban vestidas con retazos que le daba la gente para quien trabajaba. Lil, por ejemplo, que era una chica fornida y vulgar, con grandes pecas, iba a la escuela con un vestido hecho con un mantel de tela de lana verde de los Burnell, con mangas rojas de felpa de las cortinas de los Logan. El sombrero, colocado en lo alto de su ancha frente, era un sombrero de mujer, que había pertenecido una vez a Miss Lecky, la empleada del correo. Estaba levantado por detrás y adornado con una gran pluma escarlata. ¡Qué aspecto raro tenía! Era imposible no reírse. Y su hermanita, nuestra Else, llevaba un largo vestido largo, parecido a un camisón, y un par de botitas de varón. Pero, usase Else lo que usase, hubiese parecido extraño. Era una niñita parecida a una clavícula de pollo, con el pelo mal cortado y enormes ojos solemnes... una lechucita blanca. Nadie la había visto sonreír nunca; apenas hablaba. Iba por la vida agarrándose de Lil, con un pedazo de la pollera de Lil apretado en su mano. Adonde Lil fuera, nuestra Else la seguía. En el patio, en el camino de ida y vuelta a la escuela, allí iba Lil marchando adelante y nuestra Else agarrándose atrás. Sólo cuando quería algo, o cuando perdía el aliento, nuestra Else le daba a Lil un tirón, una sacudida, y Lil se detenía y se daba vuelta. Las Kelvey se entendían siempre.
Ahora las rondaban; no podía evitarse que oyeran. Cuando las niñas se volvieron y se burlaron de ellas, Lil, como de costumbre, mostró su sonrisa tonta y avergonzada. Pero nuestra Else no hizo más que mirar.
Y la voz de Isabel, tan orgullosa, seguía contando. La alfombra causó gran sensación, pero t
mbién las camas con las sábanas de verdad y la cocina con la puerta del horno.
Cuando terminó, Kezia la interrumpió: "Te olvidaste de la lámpara, Isabel".
-Ah, sí -dijo Isabel- y también hay una pequeñísima lámpara, hecha toda de vidrio amarillo, con un globo blanco, en la mesa del comedor. No se puede diferenciar de una de verdad.
-La lámpara es lo mejor de todo -exclamó Kezia. Pensó que Isabel no le estaba dando la suficiente importancia a la lamparita. Pero nadie le prestó atención. Isabel estaba eligiendo a las dos que volverían a casa con ella esa tarde para verla. Eligió a Emmie Cole y Lena Logan. Pero, cuando las otras se enteraron de que todas tendrían su oportunidad, no supieron qué hacer para congraciarse con Isabel. Una por una pusieron sus brazos en torno de su cintura y caminaron con ella. Tenían algo que decirle en secreto. "Isabel es mi amiga." Sólo las pequeñas Kelvey se alejaron olvidadas; para ellas no había nada más que oír.
Pasaron los días y, mientras más chicos venían a ver la casa de muñecas, su fama se expandía. Se convirtió en el único tema, en la única moda. La pregunta era: "¿Viste la casa de muñecas de las Burnell? ¿No es hermosísima?" "¿No la has visto? ¡Qué maravilla!".
Hasta la hora de la merienda era olvidada para hablar de eso. Las niñas se sentaban a la sombra de los pinos comiendo gruesos sándwiches de cordero y grandes rebanadas de tortas de maíz enmantecadas. Como siempre, lo más cerca que se les permitía estar se sentaban las Kelvey, nuestra Else agarrándose de Lil, escuchando también mientras masticaban sus sándwiches de mermelada que sacaban de un diario empapado con grandes         manchas rojas.
-Mamá -dijo Kezia-, ¿puedo invitar a las Kelvey una sola vez?
-Por cierto que no, Kezia.
-Pero, ¿por qué no?
-Vete, Kezia; sabes muy bien por qué no.
Por fin todos la habían visto excepto ellas. Ese día el tema decayó. Era la hora de la merienda. Las niñas se agruparon a la sombra de los pinos y de pronto, mientras miraban a las Kelvey comiendo de su diario, siempre solas, siempre escuchando, decidieron ser odiosas con ellas. Emmie Cole empezó el murmullo.
-Lil Kelvey va a ser sirvienta cuando sea grande.
-¡Oh, oh, qué horrible! -dijo Isabel Burnell, mirando a Emmie de una manera especial.
Emmie tragó de una manera significativa y asintió mirando a Isabel como había visto hacer a su madre en esas ocasiones.
-Es verdad... es verdad... es verdad -dijo.
Entonces los pequeños ojos de Lena Logan brillaron: "¿Se lo pregunto?", murmuró.
-A que no lo haces -dijo Jessie May.
-Bah, a mí no me asusta -dijo Lena. De pronto dio un pequeño chillido y bailó frente a las otras chicas: "¡Miren! ¡Mírenme! ¡Mírenme ahora!", dijo Lena. Y resbalando, deslizándose, arrastrando un pie, riéndose detrás de la mano, Lena se acercó a las Kelvey.
Lil levantó los ojos de su merienda. Envolvió rápidamente el resto. Nuestra Else dejó de masticar. ¿Qué ocurriría ahora?
-¿Es verdad que vas a ser una sirvienta cuando crezcas, Lil Kelvey?- chilló Lena.
Un silencio de muerte. Pero, en lugar de contestar, Lil sólo sonrió de esa manera tonta y avergonzada. La pregunta no pareció importarle en absoluto. ¡Qué fracaso para Lena! Las chicas empezaron a reírse.
Lena no podía soportarlo. Se puso las manos en las caderas; se lanzó hacia adelante: "¡Sí, si el padre de ustedes está preso!", silbó malévolamente.
Esto era algo tan maravilloso, haberlo dicho, que las niñas se alejaron corriendo en bandada, muy, muy excitadas, enloquecidas de alegría. Alguien encontró una soga larga, y empezaron a saltar. Y nunca saltaron tan alto, ni corrieron tan velozmente de un lado a otro, ni hicieron cosas tan atrevidas como esa mañana.
Por la tarde, Pat vino a buscar a las niñas de Burnell con el coche y volvieron a la casa. Había visitas. Isabel y Lottie, a quienes les gustaban las visitas, subieron a cambiarse los delantales. Pero Kezia se escabulló por el fondo. No había nadie; empezó a hamacarse en los grandes portones blancos del patio. De pronto, mirando hacia el camino, vio dos pequeños puntos. Se agrandaron, venían hacia ella. Ahora podía ver que uno iba adelante y otro lo seguía de atrás. Ahora podía ver que eran las Kelvey. Kezia dejó de hamacarse. Se bajó del portón suavemente, como si fuera a escaparse. Después dudó. Las Kelvey se acercaron y a su lado caminaban las sombras muy largas, extendiéndose a través del camino con sus cabezas entre los botones de oro. Kezia volvió a subirse al portón; se había decidido; se balanceó hacia afuera.
-Hola -dijo a las Kelvey, que pasaban.
Quedaron tan sorprendidas que se detuvieron. Lil sonrió tontamente. Nuestra Else miraba.
-Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas, si quieren -dijo Kezia, y arrastró un dedo por el suelo. Pero Lil se puso colorada y sacudió rápidamente la cabeza.
-¿Por qué no? -preguntó Kezia.
Lil contuvo el aliento, y después dijo: "Tu mamá le dijo a la nuestra que no tenías que hablarnos".
-Ah, bueno -dijo Kezia. No sabía qué contestar-. No importa. Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas lo mismo. Vamos. Nadie está mirando.
Pero Lil sacudió la cabeza más fuertemente.
-¿No quieres venir? -preguntó Kezia.
De pronto hubo un tirón, una sacudida en la falda de Lil. Se dio vuelta. Nuestra Else la miraba con grandes ojos, implorante; tenía el ceño fruncido; quería ir. Por un instante, Lil miró a nuestra Else dubitativamente. Pero entonces nuestra Else volvió a tironear de la falda. Caminó hacia adelante. Kezia indicó el camino. Como dos gatitos de albañal, cruzaron el patio hacia donde estaba la casa de muñecas.
-Ahí está -dijo Kezia.
Hubo una pausa. Lil respiraba pesadamente, casi resoplando; nuestra Else parecía de piedra.
-La abriré para que la vean -dijo Kezia amablemente. Levantó el gancho y miraron dentro.
-Esa es la sala y ése el comedor, y ésta es...
-¡Kezia!
¡Qué salto dieron!
-¡Kezia!
Era la voz de la tía Beryl. Se dieron vuelta. En la puerta estaba la tía Beryl, atónita como si no pudiese creer lo que veía.
-¡Cómo te atreves a invitar a las pequeñas Kelvey al patio! -dijo su fría voz enfurecida-. Sabes tan bien como yo que no tienes permiso para hablarles. Váyanse, chicas, váyanse enseguida. Y no vuelvan -dijo la tía Beryl. Y avanzó hacia el patio y las espantó como si fuesen gallinas-. ¡Váyanse inmediatamente! -gritó, fría y orgullosa.
No necesitaban que se lo repitieran. Ardiendo de vergüenza, encogiéndose, Lil encorvada como su madre, nuestra Else aturdida, cruzaron de alguna manera el enorme patio y se escurrieron por el blanco portón.
-¡Niña mala, desobediente! -dijo la tía Beryl a Kezia amargamente, y cerró de un golpe la casa de muñecas.
La tarde había sido terrible. Había llegado una carta de Willie Brent, una carta aterradora, amenazadora, diciendo que, si no se encontraba con él esa tarde en Pulman Bush, vendría hasta la puerta de la casa para preguntarle por qué. Pero, ahora que había asustado a esas dos ratitas Kelvey y que le había dado un buen reto a Kezia, se sentía más tranquila. La horrible opresión había desaparecido. Volvió a la casa canturreando.
Cuando las Kelvey estuvieron fuera de la vista de los Burnell, se sentaron para descansar junto a un gran tubo de desagüe rojo a un lado del camino. Las mejillas de Lil ardían aún; se sacó el sombrero con la pluma y lo puso sobre las rodillas. Como soñando, miraron por encima de los cercos de heno, más allá del arroyo, hacia las zarzas donde las vacas de Logan esperaban ser ordeñadas. ¿En qué estarían pensando?
De pronto nuestra Else se acurrucó junto a su hermana. Pero ahora había olvidado a la enojada señora. Estiró un dedo y rozó la pluma de su hermana; sonrió con su extraña sonrisa.
-Vi la lamparita -dijo suavemente.
Después las dos quedaron otra vez en silencio.


Nido de palomas, antología de relatos de Katherine Mansfield.

Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1972. a





jueves, 15 de mayo de 2014

Recordando a Katherine Anne Porter

Katherine Anne Porter que nació en Texas, el 15 de mayo de 1890 y murió en Maryland, el 18 de septiembre de 1980, fue periodista, escritora de novelas y cuentos, ensayista y activista.

Estuvo tres veces entre las candidatas al Premio Nobel de Literatura, pero no se lo concedieron. Lo que si obtuvo fue el Premio Pulitzer por sus cuentos.

Aquí os dejamos con un fragmento de su relato "Robo":


Robo

A la mañana siguiente, temprano, estaba en la bañera cuando la portera llamó y luego entró diciendo que deseaba examinar los radiadores antes de encender la caldera para el invierno. Después de dar vueltas por la habitación durante unos minutos, se marchó cerrando la puerta con violencia.
Salió del baño para coger un cigarrillo del paquete que tenía en el bolso. El bolso no estaba. Se vistió, preparó café y se sentó junto a la ventana mientras lo bebía. Seguramente la portera había cogido el bolso y sería imposible recobrarlo sin hacer el ridículo y montar un escándalo. Así que lo dejaría correr. A la vez que tomaba esa decisión, en su sangre crecía una ira profunda, casi asesina. Con toda delicadeza puso la taza en el centro de la mesa y bajó con determinación las escaleras, tres largos tramos, un pequeño vestíbulo y un empinado pero breve tramo hasta el sótano, donde la portera con el rostro manchado de polvo de carbón, limpiaba la caldera.
-¿Me hará el favor de devolverme el bolso? No hay dinero dentro. Era un regalo y no quiero perderlo.
La portera se volvió sin incorporarse y clavó en ella unos ojos llameantes, donde se reflejaba la roja luz de la caldera.
-¿Qué quiere decir, su bolso?
-El bolso de tela dorada que usted cogió del banco de madera de mi habitación -dijo-. Tengo que recuperarlo.
-Juro ante Dios que nunca he puesto los ojos sobre su bolso y juro que es la santa verdad- dijo la portera.
-Oh, pues bien, quédeselo -dijo, pero con voz muy amarga-, quédeselo si tanto lo quiere.
Y se marchó.
Recordó que por una cuestión de principios rechazaba la idea de poseer cosas, de modo que nunca en su vida había echado la llave a ninguna puerta, así como su paradójico alarde, por más que sus amigos le advirtieran, de que jamás le habían robado un centavo. Y le había agradado la desnuda humildad de ese ejemplo concreto, destinado a ilustrar y justificar su fe obsesiva, por lo demás vaga y sin fundamento, que le hacía actuar de esa manera desoyendo su deseo en ese caso concreto.
En ese momento sintió que le había sido robado un enorme número de cosas valiosas, materiales o intangibles: objetos perdidos o rotos por su culpa; objetos que había olvidado o dejado en las casas después de una mudanza; libros prestados y no devueltos; viajes que había planeado y no había hecho; palabras que había esperado oír y no había oído, y las palabras con que se proponía responder; alternativas amargas y sustitutos intolerables peores que nada pero ineludibles; el largo y paciente sufrimiento de la amistad moribunda y la oscura e inexplicable muerte del amor… Todo lo que ella había tenido y todo lo que había echado de menos se había perdido junto y se perdía doblemente en ese derrumbe de evocación de pérdidas.
La portera la seguía escaleras arriba con el bolso en la mano y el mismo fuego rojo y profundo temblando en los ojos. La portera le tendió el bolso cuando aún las separaba media docena de escalones.
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jueves, 8 de mayo de 2014

Aniversario del fallecimiento de Gustave Flaubert

Gustave Flaubert falleció en Croisset, Baja Normandía, Francia, el 8 de mayo de 1880.
Hoy lo recordamos con un fragmento de su novela," Madame Bovary" :


"Se repetía: “¡Tengo un amante!, ¡un amante!”, deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado.
Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.
Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud , contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba , y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna".