El 24 de abril de 1980 fallecía en París, el escritor cubano Alejo Carpentier uno de los autores fundamentales del siglo XX en lengua castellana, y uno de los artífices de la renovación literaria latinoamericana.
Entre sus obras más conocidas figura la novela histórica "El siglo de las luces" publicada en 1962 y ambientada en la época de la Revolución Francesa pero desarrollada principalmente en la región del Caribe. A ella pertenece el siguiente fragmento que ilustra perfectamente el estilo el estilo barroco de sus escritos y su teoría de "lo real maravilloso":
"Las olas venían del sur, quietas, acompasadas, tejiendo y destejiendo el tejido de sus espumas delgadas, semejantes a las nervaduras de un mármol oscuro. Atrás habían quedado los verdes de las costas. Navegábase ahora en aguas de un azul tan profundo que parecían hechas de una materia en fusión —aunque hibernal y vidriosa—, movidas por un palpito muy remoto. No se dibujaban criaturas en aquel mar entero, cerrado sobre sus fondos de montañas y abismos como el Primer Mar de la Creación, anterior al múrica y al argonauta. Sólo el Caribe, pululante de existencias, sin embargo, cobraba a veces un tal aspecto de océano deshabitado. Como urgidos por un misterioso menester, los peces huían de la superficie, hundíanse las medusas, desaparecían los sargazos, quedando solamente, frente al hombre, lo que traducía en valores de infinito: el siempre aplazado deslinde del horizonte; el espacio, y, más allá del espacio, las estrellas presentes en un cielo cuyo mero enunciado verbal recobraba la aplastante majestad que tuviera la palabra, alguna vez, para quienes la inventaron —acaso la primera inventada después de las que apenas empezaban a definir el dolor, el miedo o el hambre. Aquí, sobre un mar yermo, el cielo cobraba un peso enorme, con aquellas constelaciones vistas desde siempre, que el ser humano había ido aislando y nombrando a través de los siglos, proyectando sus propios mitos en lo inalcanzable, ajustando las posiciones de las estrellas al contorno de las figuras que poblaban sus ocurrencias de perpetuo inventor de fábulas. Había como una osadía infantil en eso de llenar el firmamento de Osas, Canes, Toros y Leones —pensaba Sofía, acodada en la borda del Arrow, de cara a la noche. Pero era un modo de simplificar la eternidad; de encerrarla en preciosos libros de estampas como aquel, de mapas celestiales, que había quedado en la biblioteca familiar, en cuyas planchas parecían librar tremebundos combates los centauros con los escorpiones, las águilas con los dragones. Por el nombre de las constelaciones remontábase el hombre al lenguaje de sus primeros mitos, permaneciéndole tan fiel que cuando aparecieron las gentes de Cristo, no hallaron cabida en un cielo totalmente habitado por gentes paganas. Las estrellas habían sido dadas a Andrómeda y Perseo, a Hércules y Casiopea. Había títulos de propiedad, suscritos a tenor de abolengo, que eran intransferibles a simples pescadores del Lago Tiberiades —pescadores que no necesitaban de astros, además, para llevar sus barcos a donde Alguien, próximo a verter su sangre, forjaría una religión ignorante de los astros... Cuando palidecieron las Pléyades y se hizo la luz, millares de yelmos jaspeados avanzaban hacia la nave, sombreando largos festones rojos que bajo el agua dibujaban las siluetas de guerreros extrañamente medievales, por su ineludible estampa de infantes lombardos vestidos de cotas agujereadas —que a tejido de cotas se asemejaban las hebras marinas encontradas por el camino y que traían atravesados, de hombro a cadera, de cuello a rodilla, de oreja a muslos, aquellos personajes, cruzados por astillas de luz, que el capitán Dexter llamaba men-of-war. El ejército sumergido se abría al paso del velero, cerrando sus filas después, en una marcha silenciosa, venida de lo ignoto, que proseguía durante días y días, hasta que las cabezas les reventaran bajo el sol y los festones se consumieran en su propia corrosión..."