Unos días antes de Navidad viajé a Londres un fin de semana. Hacía tiempo que no me paseaba por el famoso mercadillo de Portobello por lo que decidí darme una vuelta.
He de decir que no me apasionan las antigüedades y menos cuando se acumulan en tiendas abarrotadas, con ese olor persistente a tiempo pasado y polvo imposible de sacar.
Me producen tristeza y un cierto desasosiego, así que evito entrar en los establecimientos y prefiero pasear por la calle, echando un vistazo a los tenderetes que invaden las aceras.
Como os podéis imaginar, el radar que todo amante de los libros lleva permanentemente activado cuando acecha alguna librería, no tardó en avistar un par de puestos de volúmenes de segunda mano que destacaban con sus coloridas portadas entre tiendecillas de bisutería y bufandas de punto.
Solo dos pequeños tenderetes de libros, con el género abarrotado y caótico, bien surtido de clásicos ingleses navideños muy apropiados para las fiestas.
La misma encargada en los dos puestos. Una inglesa regordeta, de mediana edad, con el gesto enfurruñado, gorro de lana clavado hasta las cejas y anorak rosa chicle. No deja de mirarnos, impaciente, con un gesto mal disimulado de mal humor porque intuye que no somos más que turistas curiosos que no compraremos nada.
Pero como todo buen inglés que se precie, mantiene la compostura, esa flema británica que viene de raza pero que en su caso, controla a duras penas las ganas de echarnos con viento fresco.
No vamos a comprar nada. Cierto. Nuestro dominio de la lengua inglesa no da para muchas alegrías y nos resistimos a comprar libros que no vamos a poder leer. Pero aunque la librera antipática no lo sepa, hablaremos de sus abigarradas tiendecillas en Portobello y quizá, al correr la voz, le lleguen compradores más dispuestos que nosotros, que le dibujen una sonrisa en los labios.
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