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lunes, 25 de julio de 2016

Escritos sobre literatura, Hermann Hesse

“Es muy habitual entre nosotros considerar cada trozo de papel impreso como un valor, y que todo lo impreso es fruto de un trabajo intelectual y merece respeto.

De vez en cuando se puede encontrar uno junto al mar o en las montañas a alguna persona aislada cuya vida no ha sido alcanzada todavía por la marea del papel y para la que un calendario, un folleto o incluso un periódico son bienes valiosos y dignos de ser conservados. Estamos acostumbrados a recibir en casa gratuitamente grandes cantidades de papel, y el chino que piensa que todo papel escrito o impreso es sagrado nos hace sonreír.

A pesar de todo se ha conservado el respeto al libro. Aunque últimamente se distribuyen gratuitamente y empiezan a convertirse aquí y allá en material de saldo. Por lo demás, parece que precisamente en Alemania, está creciendo el afán de poseer libros.

Claro que todavía no se sabe lo que significa realmente poseer libros. Muchos se niegan a gastar en libros ni la décima parte de lo que dedican a cerveza y otras banalidades. Para otros, más anticuados, el libro es algo sagrado que acumula polvo en la sala de estar sobre un mantelito de terciopelo.

En el fondo, todo lector auténtico es también amigo de los libros. Porque el que sabe acoger y amar un libro con el corazón, quiere que sea suyo a ser posible, quiere volver a leerlo, poseerlo y saber que siempre está cerca y a su alcance. Tomar un libro prestado, leerlo y devolverlo, es una cosa sencilla; en general lo que se ha leído así se olvida tan pronto como el libro desaparece de casa. Hay lectores, especialmente las mujeres desocupadas, que son capaces de devorar un libro cada día, y para éstos la biblioteca pública es al fin la fuente adecuada, ya que de todos modos no quieren coleccionar tesoros, hacer amigos y enriquecer su vida, sino satisfacer un capricho. A esa especie de lectores que Gottfried Keller supo retratar tan bien en una ocasión, hay que dejarla con su vicio. Para el buen lector, leer un libro significa aprender a conocer la manera de ser y pensar de una persona extraña, tratar de comprenderla y quizá ganarla como amigo. Cuando leemos a los poetas, no conocemos solamente un pequeño círculo de personas y hechos, sino sobre todo al escritor, su manera de vivir y ver, su temperamento, su aspecto interior, finalmente su caligrafía, sus recursos artísticos, el ritmo de sus pensamientos y de su lenguaje. El que quedó cautivado un día por un libro, el que empieza a conocer y entender al autor, el que logró establecer una relación con él, para ése empieza a surtir verdaderamente efecto el libro.

Por eso no se desprenderá de él, no lo olvidará, sino que lo conservará, es decir, lo comprará, para leer y vivir en sus páginas cuando lo desee. El que compra así, el que siempre adquiere únicamente aquellos libros que le han llegado al corazón por su tono y por su espíritu, dejará pronto de devorar lectura a ciegas, y con el tiempo reunirá a su alrededor un círculo de obras queridas, valiosas en el que hallará alegría y sabiduría, y que siempre será más valioso que una lectura desordenada, causal, de todo lo que cae en sus manos.

No existen los mil o cien “mejores libros”; para cada individuo existe una selección especial de los que le son afines y comprensibles, queridos y valiosos. Por eso no se puede crear una biblioteca por encargo, cada uno tiene que seguir sus necesidades y su amor, y adquirir lentamente una colección de libros como adquiere a sus amigos. Entonces una pequeña colección puede significar un mundo para él. Los mejores lectores han sido siempre precisamente los que limitaban sus necesidades a muy pocos libros, y más de una campesina que solamente conoce la Biblia ha sacado de ella más sabiduría, consuelo y alegría que los que logre extraer jamás cualquier rico mimado de su valiosa biblioteca.

El efecto de los libros es algo misterioso. Todos los padres y educadores han hecho la experiencia de creer que le daban a un niño o a un adolescente un excelente libro y escogido en el momento adecuado y luego veían que había sido un error. Cada cual, joven o viejo, tiene que encontrar su propio camino hacia el mundo de los libros, aunque el consejo y la amable tutela de los amigos puede ayudar mucho. Algunos se sienten pronto a gusto entre los escritores y otros necesitan largos años hasta comprender lo dulce y maravilloso que es leer. Se puede comenzar con Homero y acabar con Dostoievski o al revés, se puede ir creciendo con los poetas y pasar al final con los filósofos o al revés; hay cien caminos. Pero sólo existe una ley y un camino para cultivarse y crecer intelectualmente con los libros, y es el respeto a lo que se está leyendo, la paciencia de querer comprender, la humildad de tolerar, escuchar. El que solamente lee como pasatiempo, por mucho y bueno que sea lo que lea, leerá y olvidará y luego será tan pobre como antes. Pero al que lee como se escucha a los amigos, los libros le revelarán sus riquezas y serán suyos. Lo que lea no resbalará, ni se perderá, sino que se quedará con él y le pertenecerá y consolará, como sólo los amigos son capaces de hacerlo”.

Hermann Hesse, En “Escritos sobre literatura”, Alianza Editorial, Madrid, 1983.




viernes, 22 de julio de 2016

Manual de autoayuda, Miguel Ángel Carmona del Barco

Un buen amigo mío tiene la teoría de que el 90% de las buenas novelas (aplíquese también a los relatos) son duras. O tristes. O hablan de lo que nos falta. Carencias y aflicciones. No anda equivocado y al leer este "Manual de autoayuda" de Miguel Ángel Carmona del Barco, publicado por Salto de Página, enseguida he pensado en él y en que voy a regalarle un ejemplar del libro, porque su teoría cuadra aquí a la perfección, no faltan en estos cuentos carencias y aflicciones como él dice y que en estos relatos se desgranan de manera persistente, horadándonos el alma.

Queda avisado el posible lector que no va a encontrar unas historias amables, ni de fácil digestión. Al contrario, a medida que avanzamos la lectura, algo nos va removiendo y revolviendo en lo más profundo de nuestro interior, de la manera más directa e intencionada posible.

No saldremos indemnes de la lectura y ahí radica la grandeza de estas historias.

La narrativa de Carmona del Barco atrapa, atenaza y no suelta; ahoga y hiere, de tal manera que tocados de muerte por una especie de masoquismo lector, es imposible parar de leer, hasta acabar, uno tras otro, todos los cuentos.

En su mayoría son relatos sórdidos, protagonizados por perdedores, desesperados, hombres y mujeres que viven perdidos en sus propias miserias, confundidos y marginados aunque no obstante, buscan y se aferran a lo que puede ser para ellos una mínima esperanza de redención, quizá un mínimo sentido a sus confusas y precarias vidas.

Todos los protagonistas de estos cuentos, en el fondo, buscan respuestas como hace el payaso de "Hilvanes": "Rebusco en los cajones del único mueble: el que contiene los escasos enseres que me cosen a la vida, los hilvanes de mi paso por esta tierra". Todos saben que "estamos hechos de fracaso", como revela el padre a la protagonista de "El título". Todos se enfrentan a sus circunstancias sin miedo pero con una cierta esperanza: "...no me asusta el dolor, pero preferiría que me quisieran", como dice la adolescente con problemas de peso en "Más sola que la luna" o "Hay tanto odio en el mundo; tanta falta de amor. Yo busco mi porción en las estaciones de autobuses" ("Mínima alma"). Todos anhelan un cambio, como el "Pasajero": "Escucho los gritos, las sirenas y un gran estruendo de teléfonos móviles, como pájaros en bandada. Sueño con levantar el vuelo y marcharme con ellos." Todos comparten una actitud parecida frente a su suerte: "Uno siente pena por los demás cuando necesita creer que la vida de los otros es peor que la propia". ("Anagnórisis").

Cada historia tendrá su desenlace, cada personaje correrá la suerte que le depara el destino pero quizá aún hay esperanza cuando Dios brilla en forma de luz en los ojos de un niño ("Se ofrece mujer triste como modelo para fotógrafo loco"). Una bella imagen cargada de fuerza y poesía de la que también gozan estos cuentos.

A lo largo de las historias, de vez en cuando, a modo de pinceladas o salpicaduras vamos descubriendo imágenes tan poéticas como "me duele la imaginación" ("Hilvanes"), "La piel es el uniforme de nuestra raza" o "Sebas no es un hombre; es un salón con chimenea dónde sentarse en una tarde lluviosa" ("McHegel"), "Mi madre me recibe, como siempre en el último mes, con las lágrimas inundándole el cerebro" ("El transplante"), "Necesitaba estar sobria de compañía", "El aroma de una mandarina se asoma al pasillo para ver si sigo ahí" o "Una sábana de luna arropa la pierna adelantada. ¡Qué caricias hace la luz!" ("El título"),  o ese "perfume artesanal con notas de envidia, ansiedad y una fuerte presencia de felicidad" ("Una mosca en la pared").

Entre tanta tristeza, sordidez y drama aún hay esperanza, aunque sea mínima, aunque sea un leve destello de belleza entre la miseria por el que vale la pena seguir viviendo... Y vale la pena que Carmona del Barco siga dedicándose a la escritura, porque desde luego lo seguiremos leyendo.


viernes, 15 de julio de 2016

El mar, el mar - Iris Murdoch

Cuando se empieza a leer "El mar, el mar" de Iris Murdoch, uno se siente inmediatamente transportado a la costa británica. Siente el calor del sol, el frescor del aire, el ímpetu del mar, el estruendo de las olas, el fragor del agua rompiendo entre las rocas, el aroma de la vegetación, el poder del paisaje... No cuesta nada ponernos en la piel de Charles, el protagonista, un veterano director de teatro que huye de las candilejas londinenses para refugiarse en una vieja casa junto al mar,  inhóspita y húmeda, en la que pasará balance de su vida.

Hasta aquí, la trama promete, las descripciones nos seducen y la personalidad del protagonista nos atrapa. Murdoch es una verdadera maestra en el arte de la descripción y en este aspecto me ha convencido y conquistado totalmente. Pero las que prometían ser unas elevadas expectativas, han empezado a fallar cuando más personajes van apareciendo en escena, y la novela se convierte en un caótico camarote de los hermanos Marx, en un vodevil, incluso un mal culebrón en el que todos hablan, gritan, lloran y actúan sin el más mínimo sentido.

Las relaciones humanas obviamente son complejas y cuando Murdoch intenta plasmarlas, siento que pincha.
Hay momentos creíbles pero la mayoría de ellos son inverosímiles. Me ha dado la sensación de que no son personas de carne y hueso sino actores de teatro, sobreactuando en una mezcla de tragedia griega y drama shakesperiano, reescrito y mal acabado.

Reconozco que Murdoch es una escritora brillante y "El mar, el mar" ganó en su día el "Booker Prize", pero aunque he disfrutado de los pasajes cuyo protagonista absoluto es el mar, me he cansado y he llegado a aborrecer al obsesivo protagonista y a la pusilánime e histérica Hartley, su inalcanzable objeto de deseo. No me he creído para nada este amor de adolescencia que sigue vivo y aún más fuerte en la madurez. Y puestos a no creer, no me he creído a ninguno de los personajes que actúan de comparsas en esta historia ni han conseguido que me interesara por las reflexiones y disquisiciones filosóficas y existenciales que van planteando a lo largo de la historia. Posiblemente la falta de empatía con los protagonistas de esta novela han hecho que la lectura no me haya resultado todo lo gratificante y plena que cabría esperar y así resulta difícil avanzar 700 páginas para terminar con un final, a mi juicio, precipitado y poco satisfactorio.

Quedémonos pues, con las fascinantes descripciones marinas que hace Murdoch, como en este fragmento inicial, insuperable. Sólo por estos pasajes ya ha valido la pena leer la novela...

"El mar se extiende ante mí mientras escribo, más que destellar, resplandece bajo el suave sol de mayo. Con el cambio de marea, se recuesta calladamente contra la tierra, casi sin huella de ondas ni de espuma. Próximo al horizonte es de un púrpura suntuoso, marcado por líneas regulares de verde esmeralda. En el horizonte es índigo. Cerca de la playa, donde la visión se da enmarcada por amontonamientos de desiguales rocas amarillas, hay una franja de verde más pálido, helado y puro, menos radiante y sin embargo opaco, no transparente. Estamos en el norte, y la luz brillante del sol no puede penetrar en el mar. Allí donde el agua golpea suavemente sobre las rocas sigue siendo una superficie de color, como una piel. El cielo sin nubes es muy pálido en el horizonte índigo, que le pone un leve trazo de plata. Su azul se intensifica y vibra hacia el cenit. Pero el cielo parece frío, hasta el sol parece frío"